Los Diggers. Revolución y contracultura en San Francisco (1966-1968) es un libro imprescindible para comprender la contracultura. El libro ha sido publicado por la editorial Pepitas de calabaza.
Quemaron dólares con furia destructiva y bailaron alrededor de esas fogatas anticapitalistas en unos aquelarres subversivos; organizaron comedores gratuitos con generosidad no caritativa sino igualitaria; tomaron la calle con un teatro guerrilla, un teatro de fuerte contenido brechtiano, que quiso movilizar conciencias y desvirtuar las esclerotizadas fronteras entre actores y espectadores; montaron las mayores orgías libertarias de los sentidos rompiendo los tabúes morales y haciendo trizas las hipócritas convenciones sociales de su tiempo. Todo esto, sin miedo a los arrestos, a las críticas, a las maledicencias, lo hicieron los Diggers, movimiento contracultural muy influyente del pasado siglo XX, un colectivo de espíritu anónimo, de tintes milenaristas, que con sus acciones radicalmente originales, revolucionariamente creativas, buscaron construir en la tierra y no en el cielo una nueva sociedad más justa, más feliz, más humana. Tomaron su nombre de unos intrépidos y empobrecidos campesinos ingleses del siglo XVII, que se apropiaron del derecho a cultivar las tierras baldías de sus rentistas señores. Ellos, como sus antecesores labriegos, también socavaron unos siglos después los tambaleantes cimientos del sueño de los poderosos, carcomidos por la podredumbre materialista, la rémora de la competitividad y el amargor del belicismo.
Los Diggers fueron la semilla de la que brotaron los hippies (y a la inversa), fueron sus instigadores y a la vez su conciencia crítica. Nacieron en el mítico barrio de Haight Ashbury de San Francisco (California), el estado más rico del país más rico del planeta. Su fulgurante historia sobresaltó la conciencia acomodaticia de los estadounidenses. En apenas tres años, de 1966 a 1968, insuflaron aire oxigenado a los jóvenes norteamericanos y pusieron patas arriba los viejos valores del sistema. Sin los Diggers, no se entiende nuestro mundo actual. Ellos forman parte de muchas de nuestras conquistas sociales. Este colectivo encarnó como ningún otro grupo el espíritu libertario de los años sesenta, los años de la lucha por los derechos civiles, por parar el horror de Vietnam, por alcanzar nuevos terrenos de convivencia. Su crónica la acaba de publicar la editorial Pepitas de calabaza en el libro ‘Los Diggers: Revolución y contracultura en San Francisco (1966-1968)’. Se trata de un apasionante relato contado con empatía, con entusiasmo, con penetración sociológica, por la escritora francesa Alice Gaillard. Traducido al castellano por Diego L. Sanromán, su acercamiento cuarenta años después a este grupo nos permite atestiguar el coraje y la conciencia cívica, a prueba de zancadillas policiales, de sus miembros. Claro que todos ellos creían en la política no sólo como una responsabilidad pública sino también privada. Su verbo preferido fue el verbo to act, en su doble sentido de representar y actuar. Los Diggers actuaron de verdad, sin máscaras, sin cuarta pared, adoptando una palabra fetiche como estandarte: la palabra Free. Bajo su influjo, el mundo se liberó “por un segundo” de toda clase de ataduras: el dinero libre, las drogas libres, los panfletos libres, los conciertos al aire libre, el amor libre...
La Love Generation desparramó sus flores con fruición primaveral hasta que algunos brotes comenzaron a secarse. Muchas de sus ideas libertarias las mercantilizaron sin rubor las multinacionales. Cuando el movimiento hippie se prostituyó en eslóganes publicitarios, algunos Diggers optaron por huir al campo, donde constituyeron comunas respetuosas con la naturaleza. A ellos se debe en gran parte la creación del movimiento ecologista. La herencia de los Diggers pervive hoy en día, cuestionándonos nuestros sacrosantos valores capitalistas. Carismáticos muchas veces a su pesar, hedonistas hasta sus últimas consecuencias, luchadores por unos valores no instrumentalizados por el poder, estos inconformistas nos enseñaron, y nos enseñan, que somos los únicos responsables de nuestras vidas.
Quemaron dólares con furia destructiva y bailaron alrededor de esas fogatas anticapitalistas en unos aquelarres subversivos; organizaron comedores gratuitos con generosidad no caritativa sino igualitaria; tomaron la calle con un teatro guerrilla, un teatro de fuerte contenido brechtiano, que quiso movilizar conciencias y desvirtuar las esclerotizadas fronteras entre actores y espectadores; montaron las mayores orgías libertarias de los sentidos rompiendo los tabúes morales y haciendo trizas las hipócritas convenciones sociales de su tiempo. Todo esto, sin miedo a los arrestos, a las críticas, a las maledicencias, lo hicieron los Diggers, movimiento contracultural muy influyente del pasado siglo XX, un colectivo de espíritu anónimo, de tintes milenaristas, que con sus acciones radicalmente originales, revolucionariamente creativas, buscaron construir en la tierra y no en el cielo una nueva sociedad más justa, más feliz, más humana. Tomaron su nombre de unos intrépidos y empobrecidos campesinos ingleses del siglo XVII, que se apropiaron del derecho a cultivar las tierras baldías de sus rentistas señores. Ellos, como sus antecesores labriegos, también socavaron unos siglos después los tambaleantes cimientos del sueño de los poderosos, carcomidos por la podredumbre materialista, la rémora de la competitividad y el amargor del belicismo.
Los Diggers fueron la semilla de la que brotaron los hippies (y a la inversa), fueron sus instigadores y a la vez su conciencia crítica. Nacieron en el mítico barrio de Haight Ashbury de San Francisco (California), el estado más rico del país más rico del planeta. Su fulgurante historia sobresaltó la conciencia acomodaticia de los estadounidenses. En apenas tres años, de 1966 a 1968, insuflaron aire oxigenado a los jóvenes norteamericanos y pusieron patas arriba los viejos valores del sistema. Sin los Diggers, no se entiende nuestro mundo actual. Ellos forman parte de muchas de nuestras conquistas sociales. Este colectivo encarnó como ningún otro grupo el espíritu libertario de los años sesenta, los años de la lucha por los derechos civiles, por parar el horror de Vietnam, por alcanzar nuevos terrenos de convivencia. Su crónica la acaba de publicar la editorial Pepitas de calabaza en el libro ‘Los Diggers: Revolución y contracultura en San Francisco (1966-1968)’. Se trata de un apasionante relato contado con empatía, con entusiasmo, con penetración sociológica, por la escritora francesa Alice Gaillard. Traducido al castellano por Diego L. Sanromán, su acercamiento cuarenta años después a este grupo nos permite atestiguar el coraje y la conciencia cívica, a prueba de zancadillas policiales, de sus miembros. Claro que todos ellos creían en la política no sólo como una responsabilidad pública sino también privada. Su verbo preferido fue el verbo to act, en su doble sentido de representar y actuar. Los Diggers actuaron de verdad, sin máscaras, sin cuarta pared, adoptando una palabra fetiche como estandarte: la palabra Free. Bajo su influjo, el mundo se liberó “por un segundo” de toda clase de ataduras: el dinero libre, las drogas libres, los panfletos libres, los conciertos al aire libre, el amor libre...
La Love Generation desparramó sus flores con fruición primaveral hasta que algunos brotes comenzaron a secarse. Muchas de sus ideas libertarias las mercantilizaron sin rubor las multinacionales. Cuando el movimiento hippie se prostituyó en eslóganes publicitarios, algunos Diggers optaron por huir al campo, donde constituyeron comunas respetuosas con la naturaleza. A ellos se debe en gran parte la creación del movimiento ecologista. La herencia de los Diggers pervive hoy en día, cuestionándonos nuestros sacrosantos valores capitalistas. Carismáticos muchas veces a su pesar, hedonistas hasta sus últimas consecuencias, luchadores por unos valores no instrumentalizados por el poder, estos inconformistas nos enseñaron, y nos enseñan, que somos los únicos responsables de nuestras vidas.
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